Publicada en 1925, El gran Gatsby se ha consolidado como una de las novelas más incisivas sobre la fragilidad del sueño americano y la alienación emocional de la modernidad. F. Scott Fitzgerald, su autor, supo articular en la figura de Jay Gatsby una síntesis entre el esplendor material de los años veinte y la descomposición moral que lo sostenía. Sin embargo, más allá de su función de retrato social, la novela se adentra en los abismos de la subjetividad moderna.
Desde una lectura psicoanalítica, el amor de Gatsby por Daisy Buchanan puede entenderse como la manifestación de un narcisismo estructural, un deseo que no apunta al otro real, sino a un reflejo idealizado que sustituye una carencia interior. Este análisis propone explorar esa dinámica del deseo como centro simbólico de la novela, vincularla con la experiencia vital y emocional de Fitzgerald y, a su vez, ponerla en diálogo con las obras de otros escritores de su generación —como Ernest Hemingway y William Faulkner—, quienes también exploraron las fisuras del sujeto moderno en un mundo desprovisto de certezas.
Jay Gatsby no sólo es un personaje: es una construcción. Nacido como James Gatz, hijo de campesinos pobres del Medio Oeste, se reinventa como un hombre rico, misterioso y exitoso, borrando todo vestigio de su pasado. Este gesto de auto-creación, característico del sueño americano, encierra una contradicción trágica: la identidad que Gatsby construye es precisamente la que lo condena. El “gran” Gatsby existe únicamente mientras pueda sostener la ilusión de ser otro.
En términos freudianos, el personaje encarna la tensión entre el yo ideal y el ideal del yo: vive atrapado en la persecución de una imagen idealizada de sí mismo, reflejada en Daisy. Ella representa el punto de intersección entre deseo y simulacro, entre lo que anhela ser y lo que jamás podrá poseer. La insistencia de Gatsby en “repetir el pasado” revela la imposibilidad de reconciliar su fantasía con la realidad.
Lacan lo habría expresado de otra forma: el deseo de Gatsby no se dirige a Daisy como sujeto, sino a lo que ella representa en la cadena del deseo —el significante del amor perdido, el objeto a que promete colmar una falta estructural. La mirada de Daisy es, en ese sentido, el espejo donde Gatsby busca reconocerse.
El vínculo entre Fitzgerald y su protagonista no puede ignorarse. Ambos comparten la fascinación por el lujo, la aspiración social y la vulnerabilidad ante el fracaso. En su vida personal, el escritor experimentó una relación similar con Zelda Sayre: una mujer que simbolizaba el acceso al mundo de prestigio y placer que él anhelaba. Al igual que Gatsby, Fitzgerald construyó su identidad a través de una mujer y de la mirada pública.
Esta simetría biográfica dota a la novela de una tensión confesional, cercana a lo que la crítica contemporánea ha descrito como “autoficción temprana”. Fitzgerald escribe sobre la máscara que él mismo habitó: el éxito, el brillo, la fiesta, pero también el vacío que les sigue. Su mirada anticipa la sensación de desarraigo que definirá a la Lost Generation, término con el que Gertrude Stein describió a los escritores norteamericanos que, tras la Primera Guerra Mundial, se sintieron moralmente huérfanos.
El amor de Gatsby hacia Daisy es un ejemplo paradigmático del amor narcisista descrito por Freud en Introducción al narcisismo (1914): un tipo de vínculo en el que el sujeto no ama al otro por sus cualidades reales, sino por la posibilidad de restaurar su propio ideal del yo. Gatsby no ama a Daisy, sino a la versión de sí mismo que se siente digno de ser amado por ella.
Este tipo de amor es sintomático de la modernidad: el otro deja de ser una alteridad con la que se establece un vínculo ético o afectivo, y se convierte en un espejo donde se busca reconocimiento. Fitzgerald articula esa patología colectiva a través de un lenguaje de apariencias —el brillo de las fiestas, la voz de Daisy “llena de dinero”, el lujo artificial que sustituye al sentimiento genuino.
El amor, entonces, se vuelve un simulacro, una escenografía emocional. Gatsby, incapaz de aceptar la pérdida, transforma el deseo en compulsión, la memoria en mito. Su trágico final no es el de un amante rechazado, sino el de un sujeto que ha confundido el amor con la promesa de una identidad completa.
La problemática que Fitzgerald desarrolla en El gran Gatsby no es aislada; dialoga con la visión fragmentada del sujeto que atraviesa toda la narrativa norteamericana de entreguerras. Ernest Hemingway, en The Sun Also Rises (1926), retrata a una generación emocionalmente mutilada que busca en el amor una salvación imposible. Jake Barnes, impotente tras la guerra, representa la frustración viril y sentimental de una época que ha perdido su eje moral. Al igual que Gatsby, su amor por Brett Ashley es un deseo imposible, marcado por la ausencia y la impotencia simbólica.
William Faulkner, por su parte, en El ruido y la furia (1929), lleva la fragmentación del yo a su extremo, mostrando cómo el deseo y la memoria descomponen la identidad. En Faulkner, como en Fitzgerald, el tiempo es circular, obsesivo, y los personajes viven atrapados en la repetición de una pérdida.
Todos estos autores, en distinta medida, problematizan la promesa moderna del progreso y la autosuficiencia. En ellos, el amor se revela como un territorio de ruina, donde la búsqueda de plenitud solo conduce a la conciencia de la falta.
El gran Gatsby es, en última instancia, una novela sobre la imposibilidad del amor en una sociedad de máscaras. Desde la óptica psicoanalítica, el amor de Gatsby no es una historia romántica, sino una patología del deseo: un intento de suturar con fantasía una herida que pertenece a la estructura del sujeto.
Fitzgerald convierte a su protagonista en emblema de una época —la de la abundancia material y el vacío emocional—, pero también en espejo de una generación literaria que transformó la desilusión en estética. Como Hemingway y Faulkner, Fitzgerald escribe desde la conciencia del derrumbe, desde la certeza de que todo ideal se desmorona cuando se confunde con la apariencia.
Gatsby muere aferrado a su sueño porque no puede vivir sin él. En su caída se consuma no sólo la tragedia de un hombre, sino la de una cultura que ha sustituido el amor por el deseo de ser deseado. En esa herida —tan moderna, tan actual— reside la verdadera vigencia del mito de Gatsby.
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